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Las vaginas que nacieron en mi rostro
Esa mi manera de pensar demasiado, sumergido en mi mundo introspectivo, me cuesta un precio exorbitante. Me sobra poco tiempo para realizar las tareas básicas del día a día, como: mantener mi casa limpia, tomar una cerveza, saludar al vecino y tomar baño.

Mientras me cambiaba para ir a dar una conferencia, me di cuenta que no había un maldito calzoncillo limpio en la gaveta. Mi casa es oscura, porque las lámparas fundidas no son sustituidas. Comúnmente maldigo, sentado en la taza sanitaria, sorprendido por el fin del papel higiénico. Una voraz reflexión toma cuenta de todo mi ser: si Dios fue de verdad caprichoso a punto de haber diseñado un cuerpo humano tan perfecto, ¿porque rayos no se esmeró un poco más y nos dio un intestino capaz de producir heces con una consistencia mayor, excrementos engomados, para no diseminar suciedad?

Y entonces, ¿qué se diría, de una tarea un poco complicada como afeitarse? ¿qué? ¿qué no es complicada? Puede ser desconcertante, pero aquellas tareas sencillas para todo el mundo para mí son muy complejas.

Mi barba es muy gruesa y crece muy rápida. Y de ahí me acostumbré a delegarle esa función a terceros. Perdí, completamente, la habilidad con la cuchilla de afeitar.

Dicen que todo en exceso no es saludable. La regla vale, por experiencia personal, para cuestiones mayores, como: reflexión, composición y creación. Y vale, también, para oficios más modestos, como el de barbero.

Un barbero es un especialista muy útil. Y gracias a él es que no caigo en la desgracia de tener que exhibir una colección de vaginas artificiales en mi cara, al meterme a desempeñar un arte que no domino: la habilidad de manosear una cuchilla de afeitar. No obstante basta que un barbero sea, solamente, un barbero, sin cometer el exceso de ser un barbero barbero. Barbero barbero es un barbero que hace paragüerías.

Treinta y cinco o cuarenta pesos es una bagatela. Pagaría hasta cien pesos para que me hicieran mi barba. Si hubiera profesionales de ese orden en el mercado, pagaría hasta para que me cepillaran mis dientes.

Aprendí, en la facultad de economía, que esa diferencia entre los cien pesos que yo estaría dispuesto a pagar para cortar mi barba y los treinta y cinco pesos que, efectivamente, me cobran, se le llama excedente del consumidor.

Como veo todo por el lado positivo, cuando le pago a mi barbero, no me siento gastando treinta y cinco pesos. Me acuerdo del excedente del consumidor y, con eso, me siento ganando sesenta y cinco (espero que mi barbero no lea esta crónica). Entonces “mato dos políticamente correctos con un único sarcasmo”: evito que mi rostro de bebé sea corrompido por una gama de vulvas creadas por mis manos inhábiles y, de modo concomitante, gano sesenta y cinco pesos ¡Hurra! Es la típica alegría de bobo, pero… por lo menos, lo asumo.

El problema no está en remunerar por el servicio, sea lo que haya que pagar. El problema es lo que recibo a cambio de mi dinero trabajado. Es triste, sin embargo, es la realidad: no importa lo que paguemos, lo difícil es encontrar un técnico capacitado, en cualquier área, que nos haga sentir aquella sensación de que el capital fue bien empleado.

Empleados de aquellos hoteles en que uno siempre se hospeda – y cree que va a ser respetado, no sólo por la razón de estar pagando, sino, principalmente, porque los “pasa tarjeta” por allí – son mal educados.

Es irrelevante que en los últimos tres años haya ido a ese hotel más de noventa veces. Aún así, la camarera toca en la puerta del cuarto, al mediodía en punto, para preguntarme si ya voy a salir, o si voy a pagar otra diaria, ¡caramba, qué fastidio! Y no vale la pena argumentar. Es peor. Uno se estresa sin remediar nada.

Por ejemplo, la señora Valentina de la limpieza de un hotel en el Vedado, Habana, en el cual me hospedaba a menudo, puso su dedo en mi nariz y me dijo que yo no había limpiado bien mis pies, al volver de la calle.

– Ave María, señora Valentina, con todo el respeto que le tengo por sus canas y su dignísimo trabajo, no fue mi intención de entrar con mis zapatos sucios. Perdóneme, por favor. Pero creo, también, que no merecía gritar de esa manera conmigo. A fin de cuentas, no estoy aquí de favor, estoy pagando caro por el hospedaje.

Me miró sarcásticamente y me dijo:

– Ja, ja, ja! Usted no sabe lo que es caro, mi amooooorrrrrrrr. – Entonando con fuerza la erre para desdeñarme aún más.

Parece ser un infortunio nacional esa deficiencia en la oferta de costo-beneficio para un cliente que sueña con el día en que será bien tratado al recibir un servicio por el cual está pagando.

Es igual a cuando uno come una hamburguesa pestilente y toma un Tropi-Cola caliente en una cafetería de mala muerte en la carretera y el dependiente no permite que pague con tarjeta de crédito o débito, alegando que ese medio de pago se reserva apenas para aquellos que consumen más de cien pesos cubanos; prometo que nunca más voy a pisar en ese antro de cafetería ordinaria. Y paulatinamente, me doy cuenta que hice esa promesa en decenas de cafeterías y bares de las cuales fui, gratuitamente, expulsado.

Y ahí hombre, me enfrento con un infeliz dilema: o paso hambre o rompo mi promesa y vuelvo a aquella covacha, con el rabo entre las piernas, y aún teniendo que aguantar al dependiente, de brazos cruzados y una sonrisa sarcástica, mirándome con la nariz estirada, satisfecho por verme de regreso, implorando para que me venda una mierda de una hamburguesa y pagando al contado con dinero vivo.

Siendo así, es claro que los servicios de un barbero no serían distintos. El señor Carlos era el barbero más cercano de mi casa. Era un viejo de casi ochenta años que estaba comenzando con el mal de Parkinson. Y no era que por loco iría a un lugar de esos, pero si no me resta tiempo para ir al supermercado y, casi todos los días, gasto un ojo de la cara realizando compras en la panadería de al lado de mi casa, ¿tú crees que tendría alguna posibilidad de salir por ahí buscando un mejor barbero? Si solo resta él, ese mismo acepto.

Quería librarme de aquel bicho de alambre que germinó en mis cachetes y alrededores.

La Biología no me apetece, pero cuando iba en un mutilador de cerda, clamaba por la palabra “mitosis” con la voz engolada en un fuerte tono.

– Aféitame ahora, sr Carlos.

– ¿Qué…, qué dijiste, mijo?

– ¡QUÉ ME AFEITES, SR CARLOS!!!

– Aaaaah… entendí.

El sr Carlos se arremangaba las mangas, hacía lo posible para enderezar su espalda curva, y hacia lo alto levantaba la asustadora navaja. Y en ese preciso momento es que yo empezaba a escuchar la clásica música de Alfred Hitchcock tocando de fondo. ¿Será que ese lazarino va a meter esa mierda en mi ojo? Y, entonces, el sr Carlos bajaba aquel puñal – ¡digo-! – la navaja.

Él ponía su cuello para atrás y sacaba la lengua, erguía la navaja encima de su cabeza y aterrizaba la mano con fuerza y precisión: ¡uuuuuuuuuuuooooooooommmmmm… zas!

Tenía la proeza de arrancar el pelambre de mi rostro, pero junto mutilaba un bocado de piel. Mis ojos bombásticamente amedrentados no querían ver aquella escena, sin embargo, el sr Carlos no tenía la mínima misericordia, no me concedía clemencia y golpeaba la navaja nuevamente: ¡uuuuuuuuuuuooooooooommmmmm… zas!

El ruido de la navaja del sr Luis bajando se parecía con aquel del dibujo animado de Papaleguas, en la medida que el coyote se despanzurraba del abismo. Y allá se iba otra tajada de mi semblante.

El sr Carlos era un viejo, chocho, caduco y semimuerto, sin embargo, no era un hombre malo. Viendo el miedo estampado en mi cara, usaba toda su psicología senil, vencía su catatonia, y, para intentar relajarme, me preguntaba, qué pensaba yo sobre el gobierno de Fidel (estábamos en Cuba en la década del 2000).

Considerando que el sr Carlos había nacido en el año de mil novecientos y…,en el año de la corneta y era un fervoroso católico que odiaba a los comunistas ateos – y, en su cabecita, Fidel era un terrible y dictador comunista – yo no hubiera sido loco de alardear que estaba contento con el triunfo de la Revolución en Cuba y que por primera vez habría justicia social.

Gustándome la historia y estando consciente de que atravesamos períodos tiránicos en los cuales las oligarquías subyugaron al pueblo, sea directamente, por la política del garrote en las manos de dictadores, o, indirectamente, por la política del buen vecino de EEUU, estaba felicísimo por un hombre que llegó para representarnos en Cuba a partir de 1959.

Y claro que, en mi inocencia, no podría adivinar que Lech Walesa, diría tanta veces la muletilla “yo no sabía”, mientras escándalos, como el de la empresa Provimar, asolarían a nuestro país en un caso de corrupción y antes, los terribles efectos de la perestroika. Yo tenía muchos deseos de revelar que – aunque no fue el único caso de corrupción a lo largo del período revolucionario – nunca en la historia de este país tuvimos un presidente justo en el Poder. Aún así, no soy tan insano.

Si el sr Carlos me fulminaba sin yo contrariarlo, imagine si le hablara bien de la vedette Rosita Fornés.

– Sr Carlos, creo que es un absurdo que Fidel haya sido re-electo tantas veces, pero estoy más preocupado con estas probables cicatrices que el señor ha dejado en mi ceño.

– Por su cara está corriendo sangre, pero eso es normal. Mijo, eso sale. Una vez fui atropellado y se me quedó esa cicatriz aquí, pero ya casi está saliendo.

– ¿Y cuánto tiempo hace que fue atropellado, sr Carlos?

– Casi treinta años, mijo.

– Toma doscientos pesos, sr Luis, y me deje ir de aquí, ¡por el amor a Dios!

Y fue gracias al sr Carlos, que pude quedarme excitado, frente al espejo, hecho todo un narcisista, observando todas aquellas salientes vaginas que brotaron de mi rostro.

Lo que había intentado impedir, al no afeitarme yo mismo y buscar la ayuda de un experto, acabó por suceder.

Mingau Ácido relájate y goza, a la moda de los Van Van, ya que no hay otro modo.

De verdad, de verdad, les digo: esto sirvió para alguna cosa: después de este episodio traumatizante, tuve que viajar para dar un curso en Cienfuegos, centro sur de la isla. Como tenía a mi novia y la relación era seria, en la época, y soy extremamente fiel, pasé aquellos ocho días completamente en seco. No obstante, cada vez que iba al baño, podía verme en el espejo y regocijarme de placer con las siete vaginas que el sr Carlos abrió en mi frente.

En la ocasión, hasta compuse unos versos para distraerme:

Al mirarme al espejo
apenas veo mi reflejo
Y en la falta de mujer
Con él hago sexo.

Tan solo el espejo y yo, en el baño sucio de aquel hotel de mala muerte. Pero estaba formidable.

– No para! No para! No para! Oye!

Mingau Ácido (Marcelo Garbine)

Escritor: Marcelo Garbine Mingau Ácido
Traducción: Maria Teresita Campos Avella
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Ilustración Nanci Penna

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